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Tres pequeños estados cristianos (Antioquía, Trípoli y Jerusalén), mantienen su dominio sobre buena parte de Palestina y las costas de Siria y el Líbano (el cuarto estado cruzado, Edesa, había sucumbido en 1144). El mundo musulmán ya no es el mismo que el encontrado por los primeros cruzados, está experimentando un lento pero imparable proceso de unificación política y religiosa, merced a los logros de la dinastía zenguí. Su fundador, Zengi, conquista Edesa; el hijo de este, Nur Al-Din, toma Damasco, desde donde hostiga y reduce los territorios cruzados. Su general Shirkuh conquista Egipto. Tras varias peripecias el sobrino de Shirkuh, Saladino, se hace con las riendas de este enorme estado (fundando así una nueva dinastía, la ayubí) con el que rodea prácticamente por completo a los estados cristianos. La fatalidad se cernía sobre los estados cruzados cuya figura principal, el rey Balduino IV de Jerusalén, padece la terrible enfermedad de la lepra y carece de herederos. Su sucesor, Guido de Lusignan, es débil y su autoridad contestada. Estas son las circunstancias ante que anteceden a la caída de Jerusalén ante las tropas de Saladino, en 1187. Hemos de advertir, aún a riesgo de caer en una pequeña paradoja, y pese al título que encabeza este número de la revista, que hemos preferido concentrarnos en tratar los hechos conducentes a la caída de Jerusalén, y no tanto el momento concreto de su caída, un episodio menor aunque de tremenda significación histórica, inevitable tras la desastrosa sucesión de acontecimientos que a ello condujeron.