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Eran poco más de las 3.00 horas del 22 de junio de 1941 cuando cientos de miles de soldados alemanes cruzaron la frontera común con la Unión Soviética para adentrarse en las profundidades del país más oriental de Europa, dando inicio a la Operación Barbarroja, la invasión de Rusia.
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Hasta entonces, Hitler y Stalin habían estado en paz, incluso podría hablarse de una colaboración estrecha. Habían sido capaces de repartirse los territorios que se hallaban entre sus naciones primero Polonia, invadida por ambos, luego la Carelia finlandesa, los Países Bálticos y la parte más oriental de Rumanía, cedidos a la Unión Soviética y las relaciones comerciales entre ambos habían sido fructíferas, de hecho, buena parte de las materias primas que sostuvieron a la máquina militar alemana mientras se hacía con Europa occidental provenían precisamente de la Unión Soviética. Así, inevitablemente, la pregunta es ¿por qué? Que Hitler deseaba medirse con la Unión Soviética, extender su país hacia el este y acabar con el comunismo como ideología no era ningún secreto, y con Inglaterra, arrinconada pero inalcanzable al otro lado del canal de la Mancha, el momento parecía haber llegado. El lento proceso de preparación comenzó poco después de la caída de Francia y, en el tiempo que transcurrió hasta aquella jornada de finales de junio, Alemania transitó de la posibilidad de obtener la victoria a la seguridad de la derrota. Aquel día, igual que haría el Imperio nipón en diciembre, el Tercer Reich conjuró al enemigo que finalmente precipitaría su derrota. Pero eso era el futuro. Entretanto, la primera semana de Barbarroja iba a ser un triunfo completo.