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La fundación de Augusta Emerita, la Mérida romana, en el año 25 a. C. con colonos licenciados de las legiones que pasaron a manos de Augusto, trajo consigo el comienzo de un nuevo modo de vida en el territorio hispánico.
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El eco del Imperio en alza repercutió en el florecimiento de una auténtica capital provincial que trataría de emular a la misma Roma en esplendor y monumentalidad, y pronto sus espacios públicos se dotaron de templos y foros, grandes edificios de espectáculos y altos acueductos que se recortaban en el paisaje lusitano. A lo largo de su dilatada historia, son muchas las gentes anónimas que habitaron la antigua Mérida romana, pero algunos de sus habitantes, de origen más o menos modesto, nos legaron su recuerdo a través de inscripciones y relieves que nos ayudan a interpretar cómo vivieron. Emerita vivió un cierto letargo en el siglo III, pero reavivó con fuerza al ser erigida como capital de diócesis en las reformas de Diocleciano y, al poco, con el cristianismo, personificado en la mártir Eulalia, cuya repercusión en la Tardoantigüedad pervivió largo tiempo.