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Galípoli, 1915

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A la campaña de Galípoli, de la que este año se conmemora su centenario, los dirigentes de la Entente le asociaron una serie de aspiraciones cuasi taumatúrgicas

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La posibilidad de que la Marina se abriera paso desde el Mediterráneo hasta Constantinopla debería conducir, en la imaginación de los responsables políticos y militares, nada menos que a la capitulación del Imperio otomano y a una alteración completa del escenario balcánico en favor de los aliados que supusiera un puñal a la espalda de las Potencias Centrales. La realidad es que no se cumplieron ninguna de las premisas y las fuerzas turcas finalmente salieron victoriosas mientras que, en los Balcanes, los acontecimientos de 1915 se tornaban favorables para las Potencias Centrales con la derrota serbia y la entrada de Bulgaria en la guerra. No obstante, la intervención en los Dardanelos se basaba en un concepto táctico ambicioso e ingenioso, como era una operación anfibia sin apenas precedentes, y respondía a una lógica razonable: abrir un nuevo frente que hiciese avanzar la guerra más allá del ya patente estancamiento del frente occidental en un teatro de operaciones y ante un oponente que propiciasen un retorno a la maniobra. El Imperio otomano, ese secular enfermo de Europa, parecía un rival asequible, idea que hundía sus raíces en un cierto prejuicio etnocentrista pero que parecía confirmarse con los fracasos de las ofensivas turcas en el Cáucaso ante un no menos decadente Imperio ruso. Sin embargo, en pleno proceso de revitalización nacional que se culminaría después de la guerra, los otomanos mostraron un incremento de su eficiencia militar gracias en gran medida a la asistencia y asesoramiento de Alemania. El resultado de todo ello sería un choque sin consecuencias estratégicas para la guerra y que terminó reproduciendo el marasmo operacional simbolizado por la guerra de trincheras; justo aquello a lo que la campaña de Galípoli había aspirado en su génesis a dar solución.